ME CUESTA confesarlo. Ojalá no fuera así. Me sería más grato comunicar un mensaje optimista y poder recomendar medidas para respaldar nuestro sistema de vivir y prolongar la vida de nuestra civilización. Pero debo decir la verdad: los problemas del planeta son insolubles. Tenemos que ajustarnos a la perspectiva de un medio ambiente cada vez menos habitable, y enfrentar un mundo ineludiblemente hostil. La política no puede salvarnos, ni los tratados internacionales, ni los reglamentos estatales, ni los esfuerzos de organizaciones cívicas bien intencionadas pero carentes de influencia social.
El motivo que me provoca a compartir estas reflexiones poco alentadoras es el éxito que va acumulando, poco a poco, la tal llamada Declaración consensual de científicos globales (MAHB.stanford.edu/homepage-slider/consensus-statement). Ese trabajo breve, de unas veinte páginas de texto, escrito por unos dieciséis especialistas en ciencias medioambientales de un par de universidades del norte de California, se publicó con el apoyo de 520 colegas de distintos países, incluso de España. Los hechos expuestos en el documento son ciertos. Pero los valores son lamentables, y las soluciones engañosas. Antes de que el documento se convierta en un texto sagrado, es preciso develar la realidad de nuestra situación.
La citada Declaración fue una iniciativa de Tony Barnosky, de la Universidad de California, Berkeley, quien respondió a un desafío que le dirigió el gobernador de California, Jerry Brown, en 2012. «¿Por qué no publicáis vuestros datos y consejos en un trabajo corto y accesible?», le preguntó Brown. Con la falta de humildad desgraciadamente típica de la academia, Barnosky y sus colegas expidieron su llamamiento al mundo en mayo de este año, dirigida, según reza el texto, a «los que toman decisiones políticas».
Allí, a lo mejor, el proyecto hubiese quedado estancado, perdido en las neblinas de la web, sin que nadie le hiciera caso entre los muchísimos trabajos divulgadores de las ansiedades ecológicas y quejas académicas. Pero el gobernador Brown lo recibió como si fuera propiedad intelectual suya. Lo utilizó para promover su política de establecer relaciones directas entre California y gobiernos extranjeros. Lo hizo traducir al chino, castellano y no sé cuántos idiomas. Lo lleva consigo en todos sus viajes oficiales, ofreciéndolo a todos sus altos contactos. El primer ministro chino y el presidente mejicano se unieron con Brown para proclamar su adhesión al documento. Hace unos días, se lanzó por el web una petición dirigida al secretario general de las Naciones Unidas para pedirle que convoque la Asamblea General con el propósito de acordar programas a base de ese reportaje «extremamente importante para nuestros hijos y aún más para nuestros nietos».
El informe de los californianos resume datos conocidísimos y propuestas banales. El clima está cambiando precipitadamente y los humanos estamos empeorando el proceso. En parte por nuestra culpa estamos perdiendo especies y ecosistemas. Contaminamos la biosfera. La población mundial está creciendo. Consumimos demasiado, sobre todo en economías industrializadas y posindustriales. Todo lo cual es cierto. No quiero perjudicar intentos de efectuar mejoras marginales, reduciendo, por ejemplo, las emisiones carbónicas, favoreciendo la agricultura sostenible y protegiendo especies en peligro de extinción o entornos amenazados. Los defectos del documento, empero, son graves.
En primer lugar, sus valores son materiales, de acuerdo con las actitudes consumistas que nos han llevado a la situación actual. Los autores insisten en la idea de que el mundo se está acercando a «un punto de inflexión decisiva», cuando los cambios destructores serán irrevocables, pero ni se menciona la innovación que más lleva hacia ese mundo irreconocible: la modificación genética, que nos permite acabar con la evolución, sustituyendo la selección natural por unos procedimientos en absoluto contrarios: la selección social, por motivos ideológicos, o conformistas o políticamente totalitarios.
El informe alaba la llamada revolución verde de los años 60 a 80 del siglo pasado, que efectivamente nos ha proporcionado una cantidad impresionante de comida a bajos precios; pero hace caso omiso a los funestos efectos económicos, que han aumentado la desigualdad mundial, condenando a millones de campesinos a producir cereales baratos para los ricos del mundo. Ni se mencionan tampoco problemas provocados por la urbanización. El capitalismo escapa a toda crítica. Los declarantes condenan «padrones viejos de producción y consumo», cuando en realidad, si pensamos en su sostenibilidad, los métodos tradicionales son los buenos y las innovaciones de los últimos cien años son los más destructores.
En segundo lugar, las supuestas soluciones son poco relevantes. Consisten, para los declarantes, en «aplicar la mejor ciencia», mientras lo que hace falta -si fuera factible- es un cambio de cultura. Los declarantes dicen que podremos «estabilizar» el clima mundial mediante medidas científicas, lo que no es cierto: el clima depende de factores que quedan, desgraciadamente, lejos de nuestro control; sólo podemos modificar los cambios antropogénicos, que son importantes, desde luego, pero minúsculos al lado de influencias cósmicas del sol, de la actividad de manchas solares, de la trayectoria mutable del planeta. El optimismo que respira el documento pretende basarse en fundamentos históricos: el hecho de que logramos suprimir el nazismo, por ejemplo, y superar varias patologías. Pero algunos de los ejemplos de nuestros logros que nos atribuyen los autores del informe son muestras de tecnologías ruinosas: la red de autopistas norteamericanas o la creación de inmensas presas «en el 60% de los grandes ríos de la tierra», embalses que son responsables de la pérdida de terrenas agrícolas, la desecación de los suelos y la destrucción de entornos naturales.
Insisten, por último, los especialistas en que los problemas actuales radican en el exceso de población humana. Admiten el rol del consumo, pero su énfasis se centra en la necesidad de controlar el crecimiento demográfico, sea como sea, incluso limitando la fertilidad de las mujeres «que viven mayoritariamente en países económicamente desfavorecidos». Así que volvemos, a nivel mundial, al tema de siempre: mantener la riqueza de los ricos suprimiendo la libertad de los pobres. Pero la verdad es que en el siglo XX, mientras la población del mundo creció de manera apabullante (de 1.600 millones a seis mil millones), el consumo total aumentó enormemente más -en aproximadamente el 2.000%-. Y casi la totalidad del aumento ocurrió en economías más desarrolladas, que eran también las que, hacia fines del siglo XX, lograron estabilizar su progreso. Como dijo el economista inglés, Philip Toynbee, «la prosperidad es el mejor contraceptivo del mundo».
ASÍ QUE aun si logramos exigir a las mujeres del mundo subdesarrollado sacrificar su derecho a tener los hijos que quieran, uno de los resultados será estimular su nivel de consumo y convertirlas en consumistas a ultranza, como a los norteamericanos obesos y los europeos derrochadores. No sabemos las razones del crecimiento sin precedentes del consumo moderno, ni siquiera si los motivos son psicológicos, culturales o económicos. Por tanto, nuestras expectativas de poder controlar el fenómeno son pocas y malas. De todas formas, podemos estar seguros de que uno de los factores que empujan el consumo es el capitalismo. Pero no podemos prescindir del capitalismo: es el peor de todos sistemas económicos, menos todos los demás.
Con unos colegas de mi universidad, a la hora de comer -de comer excesivamente, si respetamos la necesidad de reducir el consumo- comentábamos los problemas de establecer un auténtico consenso entre científicos sin sacrificar elementos importantes de la realidad. «Todo lo solucionará la democracia», insistió un compañero. «Llegará un momento en el que el pueblo reconocerá los problemas y echará a las élites responsables del saqueo del planeta». Me cuesta negarlo. Ojalá no fuera así. Pero la democracia no es la solución, sino parte del problema. Ya sabemos cómo se venga de los apóstoles de la austeridad. El pueblo no votará al que le diga que la austeridad que acabamos de experimentar en la Unión Europea ha sido una bacanal desenfrenada, frente a los sacrificios que exige el estado del medio ambiente mundial.
Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad Notre Dame (Indiana).